Como estos días andaba en horas bajas esta mañana he salido a trotar en busca de una dosis urgente de endorfinas. Digo trotar porque en mi caso el verbo correr resultaría pretencioso, una práctica que requiere músculos con los que no yo no nací. A decir verdad, incluso la palabra trotar resulta en mi caso pretenciosa.
He podido observar—mi ritmo de carrera permite esa actitud de observación—, que como en todo en esta vida, hasta en el correr, cada cual tiene su propio estilo, su subjetividad. Si eres observador adviertes que hay distintas tipologías de corredores. El corredor poeta levita, deja fluir sus extremidades, se deja mecer de las ramas. Jamás lleva auriculares porque necesita estar siempre atento al canto de los pájaros, al sonido de la yerba al crecer, a ver si en ese equilibrio entre sufrimiento y placer se le cruza un verso, un chopo o una farola. El corredor “escaner “siempre en guardia para hinchar el pecho, encoger el abdomen y alargar la zancada a rango gacela cada vez que se cruza con una joven o más joven. El corredor cortés que, víctima de su exquisita educación, no puede evitar dar los buenos días a quién se cruza y termina con los cuádriceps, el cuello y los modales contracturados. El auténtico runner tecnológico, pertrechado de todos los artilugios de ultima generación; zapatillas flotantes, auriculares, reloj con pulsioxímetro, cronómetro, barómetro, pluviómetro y termómetro y desfibrilador en a mochila por si las moscas. Y como no, los corredores gregarios, a los que identificas por su atuendo idéntico, su jerga y su arenga particular y sus lemas tam devastadores para algunos; «Devorando quilómetros» o «Nadie se queda atrás» aunque tengan el páncreas en la comisura de los labios y el hígado en los tímpanos «Nadie se queda atrás». Yo no me suelo identificar con ninguno de ellos, aunque sí suelo mimetizarme momentáneamente con cualquiera que se cruce en mi camino. Un poco de aquí y un poco de allá. Un poco de hinchar el pecho y un poco de abrazar algún árbol en un descuido, nada de modales y un mucho de desfibrilador.
El caso es que esta mañana, desde los primeros metros del recorrido he observado que me acompañaba una paloma. Al principio dudaba si era el mismo ejemplar o se trataba, quizá, de una suerte de relevo entre ellas para animarme en mi recorrido. Después, al observarla con detenimiento, he advertido que tenía una mancha en su plumaje y cierta cojera al desplazarse que la identificaba o quizá ella se mimetizaba también con mi cojera. Uno nunca sabe. Me he detenido un par de veces simulando atarme los cordones para ponerla a prueba. Ella se ha detenido mi lado. Me observaba atentamente mientras movía la cabeza con minúsculos espasmos rítmicos como tratando de decirme algo. Un mensaje que yo no tratando sin éxito de dejarla atrás. Al final me ha acompañado hasta el portal de mi casa. Antes de despedirnos le he preguntado si tenía algo que objetar y como es lógico en estos casos no ha dicho ni pío. «Una paloma mensajera», he pensado mientras subía en el ascensor. Horas después, al sentir un dolor intenso en el piramidal — un músculo cuyo único cometido es el de producirme dolor—, he entendido su mensaje, claro, contundente y sin fisuras. «Tú no estás para estos trotes»