Pues acaba aquí el seísmo de las fiestas navideñas, con mi cuerpo serrano inmerso en un airado debate parlamentario. El hígado y el páncreas en armas, reprochándole al esófago su laxitud en dejar fluir sin diques el licor y los turrones; el esófago acusando a la boca no haber cerrado compuertas a tiempo, y esta, a su vez, reprochándole al cerebro su tendencia irremediable al hedonismo y su imprudencia temeraria al ignorar deliberadamente la toma del prescriptivo Omeoprazol. La magnitud del conflicto, y la imposibilidad de pactar un gobierno de coalición, de llegar a acuerdos que acerquen posturas en la independencia actual entre mis vísceras y mi mermada materia gris, me obliga, por el momento, a merodear las zonas de la casa próximas al baño con un radio máximo aproximado de metro y medio dos metros. Pero no seamos derrotistas, por suerte, se abre ahora un tiempo de recuperación (precedido de una autoflagelación necesaria para la misma. No hay evolución sin culpa). Un tiempo de promesas de humo y de espejismos, de matrículas en gimnasios ilusorios que jamás visitaremos, de sueños de coliflor, brócoli y borraja. Una deserción temporal de la mala vida con la esperanza puesta en una saludable y futura “veganidad” que nunca llegará. Una quimera. En cuanto se relajen las tensiones volveremos a las viejas costumbres. Aun así, prometo empeñarme, aunque sea por unos días, en ser alguien que no soy ni seré.
Feliz Veganidad y próspero año nuevo.