Hoy he amanecido con un sueño terrible. Los parpados se resistían a despegarse de los ojos. Chirriaban las persianas al abrirse atrancadas en los rieles repletos de legañas. Y es que anoche recibí la visita inesperada de uno de esos hematófagos que campan a sus anchas en las noches de verano. Confieso que no deja de sorprenderme la eficacia de esos bichos. Miles de neuronas eficientes concentradas en un cerebro infinitesimal. Al parecer, los mosquitos. las hembras, —otro ejemplo más de la sabia naturaleza dejando a las hembras las operaciones más complejas—disponen para su intervención de seis tipos de agujas, un instrumental digno de cualquier quirófano que se precie, además de un arsenal de viales de anticoagulantes y vasodilatadores destinados a contrarrestar los mecanismos de defensa del organismo para poder darse un festín con fluidez. Imagino a ese equipo de licenciados hematófagos ataviados de sus minúsculas mascarillas solicitándose unos a otros el instrumental; sierra, bisturí, pinzas, vasodilatador, mientras la cirujana jefa ultima con máxima destreza la vampírica intervención sin despertar al paciente. El individuo de anoche, sin embargo, parecía no llevar intención de picarme. Se trataba, deduje, de un macho o de una hembra piadosa. En lugar de picarme se ha dedicado a merodear por las inmediaciones de mi pabellón auditivo susurrando algo que yo no alcanzaba a entender. Alternaba un vuelo urgente de un lado a otra de mi cráneo, tratando de averiguar inútilmente si quizá por alguno de los dos oídos hablaba su idioma. No ha habido forma de entendernos. Harto de escuchar su mensaje ininteligible, me he visto obligado a acabar con él (o con ella). Lo he sorprendido adherido al espejo del baño mientras me disponía a tomar un segundo somnífero, el de rescate. Al aplastarlo contra el espejo ha dejado una mancha considerable de sangre por lo que he concluido que se trataba, sin duda, de una hembra, al parecer, saciada. Quizá esa mancha contenía la sangre de mi mujer o de alguno de mis hijos o un coupage de la reserva familiar, he pensado. O quizá se trataba de la sangre de un vecino desparecido hace días cuya imagen aparece expuesta en las farolas del barrio. No lo sé. El caso es que he vuelto a la cama. Incapaz de conciliar el sueño angustiado por la posibilidad de que la sangre fuera del vecino desaparecido he vuelto al baño. He retirado con cuidado el cadáver y he limpiado escrupulosamente la escena del crimen. Hoy en día la policía sospecha de cualquiera. Acto seguido, me he asegurado de hacer desaparecer cualquier prueba del delito. Mi mujer ha despertado al escuchar el trajín— he derramado media garrafa de lejía y ya puestos, he aprovechado para dejar el baño estéril como un quirófano. Mi mujer me observaba perpleja mientras yo quemaba un trozo de papel higiénico lleno de sangre sobre la taza del retrete ¿Se puede saber qué haces?, ha preguntado suspicaz. No sé de qué me hablas, he respondido mientras tiraba por segunda vez de la cadena.